Es hora de contar la verdad completa
Por: Maria Zaldivar
Mientras la sociedad se apresta a recordar un
nuevo aniversario del golpe de Estado de 1976, los hechos ocurridos antes y
después siguen enfrentándonos. La guerra librada en el país para contrarrestar
el ataque subversivo nunca fue debidamente esclarecida. Desde el retorno al
sistema democrático de gobierno, mucho se ha intentado por echar luz sobre esos
años, por buscar justicia y por contar lo sucedido. Sin embargo, que cuarenta
años después el tema nos mantenga divididos indica que la revisión no se hizo
del todo bien. Tras el reciente cambio de gobierno, hubo alguna esperanza en
que se caminara hacia una auténtica reconciliación, que no significa entregar
banderas, ni siquiera dejar de sufrir. Pero para seguir adelante es
imprescindible asumir nuestra historia completa y es lo que no se hizo durante
las últimas décadas.
Cuando
las Fuerzas Armadas fueron convocadas por el Gobierno constitucional para
“aniquilar el accionar subversivo”, el país estaba sumido en el terror,
iniciado por el accionar de grupos armados paramilitares extremadamente violentos,
entrenados en Cuba para matar. El tiempo transcurrido sirve para mirar con
perspectiva los acontecimientos. Hoy se hace evidente que nunca se alcanzó un
tratamiento pleno de los hechos. Los
movimientos de derechos humanos, que se multiplicaron en las últimas décadas,
se enfocaron en demandas parciales. Desde entonces, sólo los grupos violentos
que se armaron contra el Estado y el orden institucional del país tuvieron voz.
Se escucharon con exclusividad sus reclamos, sus historias y su versión de
nuestro pasado reciente. Sin entrar en la discusión respecto de esos
contenidos, la narrativa de los hechos los erigió en víctimas. Y, casi por
defecto, a quienes los reprimieron, en victimarios. Pero
la realidad suele ser más compleja que la explicación binaria que se quiso dar
a aquella década trágica. Nos hemos cansado de escuchar: “justicia lenta no es
justicia”. Pues verdad a medias tampoco es verdad. Que
los terroristas se hayan reivindicado subiéndose al colectivo de las víctimas
de la represión es una lectura sesgada y caprichosa de los hechos.
Una
de las preocupaciones iniciales del presidente Mauricio Macri fue la de
diferenciarse de Fernando de la Rúa, quien pasó a la historia como un hombre
débil de carácter. En el apremio por generar hechos, Macri se equivoca y, a
veces, rectifica. Tras sus primeros meses de gobierno y habiendo aventado
aquella sombra al encarar rápidamente varios temas pendientes, corre otro
riesgo: parecer improvisado. Hacer y, luego de las críticas, deshacer, puede
interpretarse como el producto de decisiones tomadas sin la suficiente
elaboración. Sus simpatizantes exaltan la virtud de rectificarse; sus
detractores, la carencia de convicción suficiente para defender sus propuestas. Mientras sus
votantes festejan, aún eufóricos, el alejamiento del kirchnerismo y con él el
clima de discordia, las cadenas nacionales y la arenga permanente, algunos
observadores empiezan a reclamar la existencia de un plan maestro, una
proyección más allá de la coyuntura, un catalizador que oficie de marco a las
políticas implementadas. Sin ello, los indicios en materia de derechos humanos
no son auspiciosos. Más allá de la firmeza y a propósito del mensaje que
pretende enviar, no suma que en el tema de derechos humanos el primer
mandatario haya sucumbido allobby de Abuelas de Plaza de Mayo y del
presidente de los Estados Unidos, ya que ambos responden a intereses
particulares que en nada coinciden con los de la sociedad argentina. Unas
quieren mantener el peso político obtenido en la década anterior; el otro,
construir un líder latinoamericano con epicentro en la temática de los derechos
humanos, mientras que todos nosotros necesitamos trabajar sobre esa herida aún
abierta.
Los actos previstos por la administración de Mauricio Macri alrededor
del 24 de marzo, haciendo lugar a los reclamos de los organismos de derechos
humanos para que no se escuche a las víctimas del terrorismo y tomando el año
1976 como fecha de inicio de la tragedia, hacen pensar en que tampoco ha
llegado la hora de la verdad completa. Del kirchnerismo no
puede esperarse sino mala fe, pues fue una gestión signada por la mala fe, la
trampa y el doble discurso. Pero en Cambiemos había depositada una expectativa
distinta. No podremos superar nuestras diferencias mientras se
siga consumiendo una versión falaz de nuestra historia reciente. ¿Qué
tiene de memoria, de verdadero y de justo un acto que invisibiliza a
gremialistas, empresarios, militares y civiles que el terrorismo asesinó? ¿Hay
muertos de primera y muertos “kelpers”? A Augusto Timoteo Vandor lo mataron en
1969. ¿Qué les decimos como sociedad a sus familiares y a los de los
sindicalistas José Ignacio Rucci (asesinado en 1973) y José Alonso (asesinado
en 1970)? ¿A los del empresario italiano Oberdan Sallustro (asesinado en 1972)?
¿A los de los militares Jorge Ibarzábal (secuestrado en enero de 1974 y
asesinado diez meses después) y de Argentino del Valle Larrabure (secuestrado
en 1974 y asesinado en 1975)? ¿A los del juez Jorge Quiroga (asesinado en 1974)
o a los del profesor Carlos Sacheri (asesinado en 1974)? ¿Son menos condenables
los asesinatos de Paula Lambruschini, Francisco Soldati y los de miles de
víctimas de ese terrorismo que sin piedad sembró de sangre y muerte la historia
del siglo XX? ¿Cómo
se puede adherir a la mentira de una historia mal contada? ¿Cómo se construye
concordia sobre la falsedad? Un llamado a la unidad a partir de una injusticia
está vaciado de contenido; es sólo un eslogan de campaña. Es puro marketing.
La
ausencia de justicia ha sido tal durante estos años que, agotada esa vía,
algunos presos se han dirigido directamente al presidente Macri para ponerlo en
antecedentes de las irregularidades a las que están sometidos. Tal es caso de
un suboficial principal que en 1973, con 17 años, ingresaba a la Escuela de la
Fuerza Aérea, hoy detenido en Mendoza y cuyo proceso engrosa la lista de los
que esperan, presos, que alguien resuelva sus situaciones. La respetuosa carta
que Julio Escudero le envió a Mauricio Macri en diciembre pasado es la
expresión afónica y desesperada de una situación insostenible para una sociedad
que votó un cambio porque parece decidida a abandonar la anarquía y la
adolescencia. Ahora falta que la dirigencia política también se anime.
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